
Una madrugada de diciembre del año 1956 todo cambió para la familia Martínez. El patriarca, el líder de la saga familiar, la persona que había marcado el camino a sus hermanos y a su madre primero; a su mujer, a su hijo y a sus nietos después, se había ido.
Corpulento, de elevada estatura, preocupado siempre por su aspecto y sus modales, Ignacio Martínez aguardaba el transcurrir de la noche sentado a la mesa del comedor, frente a los grandes ventanales de su casa, una vivienda coronada por un torreón en la cercana localidad de Santa Coloma de Gramenet. Pronto, habría podido ver desde aquella estancia la galería, y tras ella, el almendro.
Aquella madrugada, con las primeras luces del sol anunciando el amanecer, Ignacio tenía ante sí su taza de café y, entre los dedos, aún humeaba un cigarro. El último. Su rostro, ya sin vida, conservaba no obstante la serenidad del líder, la seguridad del protector de una familia que, desde aquel mismo instante, impactada por la repentina muerte del anticuario, tendría que caminar sola.
Tras de sí, una vida de lucha y de esfuerzo en la que Ignacio Martínez no había renunciado ni a uno solo de sus proyectos, que fueron muchos. Su legado, y el de su familia, buscaría acomodo en casas particulares, edificios públicos y museos de todo el mundo, desde el Prado de Madrid al Metropolitan de Nueva York. Pero su gran obra, su tesoro más preciado, había quedado atrapado en su antigua casa del madrileño barrio de Ciudad Lineal: un claustro románico. La única persona capaz de explicar los secretos de aquella obra descomunal decidía llevárselos todos consigo aquel amanecer de diciembre de 1956.
Yo les propongo hoy, casi seis décadas después de la muerte del anticuario, que viajen conmigo en el tiempo para conocer a la familia Martínez. Porque cuanto más nos acerquemos a los Martínez, más próximos estaremos de responder a todas las dudas que nos suscita hoy el claustro de Palamós.
- Zamora y la familia Martínez
Ese viaje en el tiempo tiene su primera parada en la Castilla de finales del siglo XIX. En la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco arranca la saga de los Martínez. Allí trabajaba el padre de Ignacio, Fernando Martínez Pardo, un joven y habilidoso restaurador que solía viajar por toda la región para ofrecer sus servicios como artesano del mueble e iniciarse en el oficio de anticuario.
En la época, el patrimonio artístico de las iglesias estaba en venta. El Estado, la propia institución eclesiástica y los párrocos consentían en vender tesoros de cuyo valor real no eran conscientes: una Virgen románica, una cruz labrada en plata, una pintura en tabla o las piezas de un antiguo artesonado mudéjar. Era la oportunidad de los anticuarios.
Una de aquellas expediciones llevó a Fernando Martínez a visitar Fuentelapeña, un pequeño municipio de la comarca zamorana de La Guareña. El oficio, y quizá el destino, le permitió conocer a Teresa Hernández Viejo, una joven guapa, alta, rubia y con los ojos azules que se convertiría en la esposa de Fernando y en «doña Teresa» para los Martínez.
Un matrimonio acogido con recelo por los vecinos de Fuentelapeña. «La mejor moza del pueblo se la ha llevado un silletero», se decía en el pueblo. Enojado por aquel apodo, El silletero, Fernando Martínez aguardó su momento: la visita del obispo a Fuentelapeña. El artesano confeccionó un sillón de espejos y terciopelo para el prelado y aquella idea tuvo tal éxito que los fieles pusieron toda su atención en aquel vistoso mueble y las oraciones del obispo quedaron en un segundo plano.
El matrimonio de Fernando Martínez y Teresa Hernández se establecería en la capital, Zamora, y sería próspero en descendencia, pero el infortunio y las penalidades de la época hicieron que la prole de los Martínez se redujera a la mitad. En 1888 nacía el primero de ocho hermanos: Ignacio Martínez Hernández. Con Ignacio saldrían adelante Ángeles y Eugenia, que se formarían como maestras, y el pequeño de la familia, Jerónimo, anticuario como el primogénito.
Los Martínez habían tenido en su padre un maestro de excepción. Tal y como recoge el libro La enajenación del Patrimonio en Castilla y León —extraordinario trabajo de la profesora María Jesús Martínez Ruiz— a Fernando Martínez Pardo se lo podía ver con frecuencia en la Catedral de Zamora, donde estableció diversos negocios con el cabildo en los primeros años del siglo xx para hacerse con varios objetos, entre ellos alfombras y varias arquetas árabes.

A aquella colección de arquetas pertenecía un «bote de marfil cilíndrico» que conservaba «piedras de los Santos Lugares» descubierto por el historiador Manuel Gómez-Moreno. Así que podemos decir que Fernando Martínez inició los negocios con el cabildo de la Catedral que acabaron en la frustrada operación de venta de un objeto singular: el célebre Bote de Zamora, una «delicada arqueta árabe» que hoy se conserva en el Museo Arqueológico Nacional.
Fue otra, sin embargo, la operación más ambiciosa de Fernando Martínez Pardo. El anticuario era consciente del valor de algunas de las piezas y relieves de la iglesia de San Leonardo de Zamora, un templo románico del siglo xii que había caído en la desgracia y el olvido.
En los primeros años de la segunda década del siglo xx, el comerciante acudió en numerosas ocasiones al Obispado de Zamora para tratar la venta de aquellas obras maestras. Sin embargo, siempre halló la negativa del obispo.
Tal fue la frustración de Fernando Martínez que regresó al Episcopado con una oferta mucho más ambiciosa: «Si no le vendían aquellos relieves, compraría la iglesia entera».
Así fue como el anticuario convenció de la venta al Obispado de Zamora, quien solicitó permiso para la enajenación a la Nunciatura del Vaticano en Madrid. La autorización llegaría tan solo en unos días: el templo se podía vender siempre que el dinero obtenido se dirigiese a aliviar, palabras textuales, «las muchas necesidades de la diócesis».

Aquel año de 1913, Fernando Martínez podía disponer de la iglesia de San Leonardo para sus negocios. Quien haya visitado el Museo de los Claustros de Nueva York —además de ver parte de la iglesia segoviana de Fuentidueña— habrá observado un relieve de grandes dimensiones reconocido como una obra maestra del románico. Es el León de San Leonardo. La gran operación de Fernando Martínez, quien exportó la escultura al otro lado del Atlántico.
Por un documento del Archivo Diocesano de Zamora sabemos que Fernando Martínez Pardo acababa de fallecer en 1917. El prematuro adiós del cabeza de familia dejaba un panorama complicado a doña Teresa Hernández y a sus hijos. A partir de entonces, una persona se erige en el líder que ayudará a la familia a salir adelante: se trata del primogénito, el mayor de los hermanos, el anticuario Ignacio Martínez.
- Los años felices de Ciudad Lineal
Cuando su padre muere, Ignacio Martínez tenía bien aprendido el oficio de restaurador y anticuario, posiblemente, trabajando en el taller que la familia regentó en la popular calle zamorana de Balborraz, junto a la Plaza Mayor.
Eran los difíciles años veinte, una época de penalidades económicas para la sociedad de entonces, aunque prolífica para el negocio de los anticuarios en nuestro país. Ignacio fue uno de aquellos viajeros incansables que recorrían toda la región en busca de denostadas piezas de arte religioso por las que los coleccionistas de dentro y fuera de España, e incluso el propio Estado, pagarían importantes sumas de dinero.
De ahí que la identidad de Ignacio Martínez aparezca citada en numerosos documentos. En unas ocasiones, solicita permiso a la Dirección General de Bellas Artes para trasladar piezas históricas. En otras, ofrece a los museos incorporar balcones de madera árabe, pilas románicas o tallas religiosas.

Ignacio Martínez había contraído matrimonio con la zamorana María Ángela Martín, quien, en 1915, da a luz a su primer y único hijo: Federico. Rebasada la treintena y tras fallecer su padre Fernando, el anticuario decide que ha llegado el momento de presentar batalla en Madrid. En la capital utilizará su don de gentes, sus exquisitos modales y su lealtad en los negocios para prosperar rápidamente.
El madrileño barrio de Ciudad Lineal será su destino. Allí, en el número 17 de la calle Ángel Muñoz aparece registrado antes de finalizar la década de los años veinte. Ignacio Martínez había alquilado una casa de dos plantas en una amplia finca que compartía con varias clases de animales exóticos. Allí campaban a sus anchas desde monos hasta faisanes.
En el número 17 estaban también situadas las naves que Ignacio Martínez comenzó a abastecer de antigüedades de todo tipo: relicarios, crucifijos, bargueños o artesonados aparecen fotografiados en la Colección Martínez del Archivo Moreno, el extraordinario registro de imágenes digitalizadas por el Instituto del Patrimonio Cultural Español.

Pero Ignacio no era el único miembro de los Martínez que había decidido trasladar su residencia a Madrid para ampliar los negocios. El pequeño de la familia, Jerónimo, había seguido los mismos pasos que su hermano mayor, aunque de manera más modesta. El joven anticuario había optado por abrir una tienda de antigüedades en las galerías Conchita Piquer de la capital.
Quienes conocieron a Jerónimo aseguran que su establecimiento llegaría a ser frecuentado incluso por Carmen Polo, esposa del dictador Franco, una apasionada reconocida de las joyas y las antigüedades.

El pequeño de los Martínez distribuía piezas en todo el país. De aquellas ventas nos ha llegado el testimonio directo de la familia catalana Escoda, que adquirió a Jerónimo una reproducción en tabla de la Madona de Loreto del maestro italiano Rafael Sanzio. La factura expedida en 1949 nos permite conocer que la tienda de Jerónimo estaba situada en el número 35 de la calle Ribera de Curtidores, corazón del rastro madrileño.
El negocio era próspero para los hermanos Martínez, que incluso recibieron la visita de la fortuna en Madrid, donde compartieron uno de los premios del Gordo la Lotería de Navidad. Hermanos con caracteres distintos: con frecuencia Jerónimo reprochaba a Ignacio su facilidad para gastarse el dinero en ir al cine, a los toros o en comprar champán y le aconsejaba que ahorrara parte de sus ganancias.
Con una fe inquebrantable en sí mismo, Ignacio solía contestarle con ironía:
«Mi banco es mi bolsillo. Yo voy sacando el dinero y, cuando no me quede nada, es que me lo he gastado.»
A las puertas de la década de los años treinta —mientras agonizaba la dictadura de Miguel Primo de Rivera y a España llegaban los ecos del crack de la Bolsa de Estados Unidos de 1929— algo cambió en la vida de Ignacio Martínez. El anticuario afrontaría la operación más compleja de toda su vida: construir un claustro románico en la Ciudad Lineal.
Aquí, la pregunta es:
¿Qué cambió para que Ignacio Martínez pudiera hacer realidad su sueño? ¿Qué permitió al anticuario iniciar un proyecto que nada tenía que ver con las operaciones comerciales anteriores?
La respuesta es… que no lo sabemos. Pero sí hay un hecho objetivo que tiene lugar en 1930, pocos meses antes de que Ignacio Martínez ponga las primeras piedras de su gran obra.
Al llegar a Ciudad Lineal, el barrio de vanguardia impulsado por el ingeniero Arturo Soria a finales del siglo xix, Ignacio Martínez alquiló la casa situada en el número 17 y entabló una estrecha amistad con la dueña de la vivienda: doña Águeda de Martorell, marquesa de La Lapilla y Monesterio.
Con frecuencia, Ignacio Martínez y su mujer María Ángela compartían veladas en la finca situada en el número 3 de la misma calle Ángel Muñoz, donde residía la marquesa.
Ya en su finca de Barcelona, Águeda de Martorell fallece el 24 de agosto de 1930.

La muerte de la marquesa hizo volar las expectativas de primos y sobrinos, impacientes por repartirse la herencia. Nos cuenta la familia Martínez que cuando el notario abrió el testamento, la sorpresa fue mayúscula: doña Águeda de Martorell había legado «TODO» a la persona que la acompañó en sus últimos años de vida: el anticuario Ignacio Martínez.
¿Qué era ese todo? «Las propiedades de Ciudad Lineal, joyas y dinero». Repito: «Propiedades, joyas y dinero». Las fechas dejan escaso margen a la duda. La marquesa fallece en agosto de 1930 y solo unos meses más tarde, ya en 1931, el anticuario da los primeros pasos para iniciar la gran operación: construir un claustro románico.
Para iniciar los trabajos, Ignacio Martínez precisaba, al menos, de dos colaboradores: un arquitecto y un supervisor para los trabajos en la finca. Sobre el diseñador del claustro, se ha apuntado en varias ocasiones la identidad del prestigioso arquitecto Ricardo García-Guereta, que en aquella época dirigía los trabajos de restauración de la Catedral Vieja de Salamanca. A decir de los expertos, García-Guereta era «la única persona capaz de diseñar un claustro» en aquel momento. Da la casualidad de que García-Guereta también residía en el barrio de Ciudad Lineal, donde regentaba una extensa finca denominada El Bosque, a poco más de un kilómetro de la residencia de Ignacio Martínez. ¿La suma de casualidades convierte la relación entre el arquitecto y el anticuario en una realidad? Hoy no podemos asegurarlo.
Con la identidad del diseñador del claustro (o de su restauración) en el aire, ahora viajamos a Talavera de la Reina, a Toledo, para conocer al futuro supervisor de las obras. El jovencísimo Julián Ortiz trabaja en la fábrica Ruiz de Luna, donde pronto se convertirá en maestro ceramista. La vida de Julián da un vuelco cuando en 1926 conoce a una joven de Talavera. Aquella muchacha es Paz, la única hija de una maestra que contaba con escuela propia en la localidad toledana. Ella queda embarazada y la pareja no duda en trasladarse a Madrid para huir de la censura de la familia, que reclama que pasen por el altar.
Las habilidades de Julián como restaurador pronto darán resultado en un Madrid donde se encuentran con una durísima realidad económica. Allí en la capital, un prestigioso comerciante precisa de un artesano para restaurar varias tinajas de una bodega. Aquel hombre, corpulento y de aspecto impecable, queda satisfecho con el resultado del trabajo, el primero de varios que acercan al anticuario y al joven maestro ceramista.
En 1931, el anticuario cita a Julián Ortiz para proponerle la tarea que cambiará su vida. Ignacio Martínez le ofrece supervisar la construcción de un claustro románico en la finca que acaba de heredar en la Ciudad Lineal. A cambio, los Ortiz —Julián, su mujer Paz y el primogénito, Juan Manuel— tendrán salario y vivienda en el propio recinto.
El pacto queda sellado: Julián Ortiz será el supervisor de la obra, tendrá que informar periódicamente de la evolución de los trabajos, pero la restauración no estará entre sus funciones. Una vez en la finca del número 3 de la calle Ángel Muñoz, Ignacio Martínez ordena las dos operaciones más urgentes: recrecer la valla perimetral para ocultar el desarrollo de las tareas de construcción de la mirada de los vecinos y levantar un cimiento que anule la pendiente del extenso patio. Allí se asentarán las arcadas románicas.
De Salamanca llegarán camiones con dos tipos de mercancía: sillares vírgenes y piezas ya talladas. Es la arenisca de Villamayor de la Armuña, cantera histórica que ha nutrido catedrales, iglesias y edificios civiles en Salamanca. La piedra dorada. Directa o indirectamente, el anticuario Martínez tuvo que adquirir una cantidad variable de materia prima en las canteras salmantinas.
Cuanto más se acerque la cantidad de material comprado al volumen que los expertos estiman necesario para erigir el claustro —entre 150 y 200 metros cúbicos de piedra— menor será la cantidad del material que ya estaba en poder de Ignacio Martínez. Y viceversa.

Viajamos a Villamayor de la Armuña con dos preguntas claras y concisas:
—¿Existió algún registro de la piedra vendida en las canteras de Villamayor en la década de los años treinta?
—La compra de hasta 200 metros cúbicos de arenisca virgen, ¿podía ser calificada como una operación singular?
Para encontrar la respuesta, hablamos con el ingeniero de Minas y director de la explotación desde los años setenta, Antonio Áreas, y con el cantero Ignacio Sanchón Diego, de 84 años y plena lucidez, miembro de una de las familias de mayor tradición en la extracción de la arenisca de Villamayor.
Sus respuestas nos aportan algunas conclusiones claras:
Primero. La piedra se extraía por encargo del cliente, el trato era verbal y no hubo asientos por escrito hasta la década de los setenta.
Segundo. 200 metros cúbicos suponen la extracción de 600 sillares, una cantidad equivalente a la fachada de un edificio de tamaño medio, como alguno de los inmuebles públicos de Villamayor. En una localidad que se ha dedicado históricamente a la comercialización de la piedra, califican esta operación de «habitual».
La singularidad en la que sí inciden los dos expertos consultados es el tiempo de extracción en aquella época: el trabajo era manual, muy lento y podía llevar meses e incluso años. Quizá esta puede ser la explicación de la lentitud en la construcción del claustro de Palamós: la disponibilidad de la piedra condicionaba el desarrollo de las obras.

Regresamos a Ciudad Lineal. La actividad inundaba la finca donde trabajaban decenas de operarios a caballo entre las naves y el patio. La familia Ortiz, que tenía que agradecer a Ignacio Martínez la oportunidad de su vida, crecía en número. El claustro se convertiría en escenario de bautizos, comuniones y bodas. Era la casa de los Ortiz. Los nietos lo recuerdan como aquel «hombre alto y fuerte» que «les daba caramelos». Una persona de otra condición social que recibía a «marqueses y ministros» en la gran mansión de al lado, la que nunca llegaron a pisar. Eran los años felices de Ciudad Lineal. Aunque todo cambiaría.
- Las guerras. Rumbo a Barcelona.
Todo cambiaría con el estallido de la Guerra Civil y, en nuestra historia, también con la llegada de la II Guerra Mundial. En una fecha entre 1936 y 1939 que hoy no podemos precisar, con tres galerías levantadas y la tercera en construcción, Ignacio Martínez comunica a Julián Ortiz que «las cosas se están poniendo feas» y que deberá salir de Madrid a marchas forzadas.
Pese a la tensión de aquel momento histórico, el anticuario no duda en abonar lo que debe a Julián, su hombre de confianza. Ignacio, su mujer María Ángela y el joven Federico parten hacia Barcelona. Es un periodo confuso, que termina con el anticuario en una cárcel de la Ciudad Condal. Tras aquella experiencia traumática, hallaremos a un Ignacio Martínez extremadamente delgado que, no obstante, nos dice la familia, no pierde la ilusión por reiniciar su vida.
Los Martínez buscan un acomodo provisional en la ciudad hasta que encuentran un local en el Barrio Gótico que permitirá a Ignacio y al joven Federico reanudar la actividad en las antigüedades y la restauración. Lo hacen en un pequeño taller, situado en el número 11 de la calle Santo Domingo del Call.
El Ignacio que se movía entre la alta sociedad y viajaba en coche y con chófer da paso, una Guerra Civil más tarde, a otra persona más cerca de la tierra que se desplaza en tren.
Su dominio del oficio pronto le dio fama en la calle de la Palla, epicentro del negocio de las antigüedades. Allí deslumbraba con su habilidad de reconocer el color del terciopelo al tacto, con los ojos vendados.
En varias ocasiones me he preguntado si el anticuario Martínez, que dejó Madrid en circunstancias dramáticas, habría tenido fuerzas para regresar a su casa de la Ciudad Lineal. ¿Qué hubieran hecho ustedes?
Hace semanas, hemos podido comprobar que volvió en, al menos, una ocasión. Y al querer reclamar sus propiedades, se encontró con una respuesta tajante y concisa: «Don Ignacio, todo lo suyo ya está repartido. Quédese en Barcelona y nadie lo molestará. Si no lo hace, ya sabe: Así están las cosas.»
Hablamos de las primeras décadas de la posguerra, los años cuarenta y cincuenta. ¿Fueron requisados entonces los bienes de Ignacio Martínez? El claustro pasaría a manos de un anticuario de reconocido prestigio, cercano al régimen a través de su amistad con Carmen Polo: Eutiquiano García Calles.
Más complicada había sido aún la aventura de los Ortiz. Perdida la guerra para los republicanos, Julián tuvo que dejar Ciudad Lineal para huir a Francia, donde fue recluido en un campo de trabajo. La amistad con algún miembro del Ejército alemán le permitió mostrar sus habilidades como restaurador incluso en plena Guerra Mundial. De nuevo el oficio le salvaba la vida. Julián regresó a Madrid en un destacamento de repatriados en 1943. La prensa mostraría muchos años después una imagen de aquella secuencia histórica.

Ya en Ciudad Lineal, Julián Ortiz intentó hacerse con la propiedad de la finca donde aún se erigía el claustro románico. Sus esfuerzos fueron en vano y el terreno acabó en manos de las Esclavas de la Eucaristía, la congregación que impulsaría el colegio Madre de Dios.
En 1958, «unos señores vinieron a llevarse el claustro», recuerda la familia Ortiz. De la ilusión del pasado a la cruda realidad del presente. A los niños no les dejaban acercarse al claustro mientras duraban las tareas de desmontaje. Los Ortiz sentían que les «robaban» el pasado. Los felices años de Ciudad Lineal terminaban.
Como pudo, Julián Ortiz se fue ganando la vida hasta montar su propio taller de restauración en los años cincuenta. Había aprovechado su regreso desde la Europa en guerra para especializarse en la técnica de las lacas chinas, ornamento de muebles y biombos. Aquella especialidad le permitió prolongar su oficio más allá de los 65 años y sirvió para que dos generaciones más se ganaran la vida.
Quizá les guste saber que aquel taller de la posguerra es hoy un museo vivo en un sótano de la calle Claudio Coello de Madrid. Alberto y Eduardo Ortiz continúan con la actividad de la restauración y esperan, nos dicen, jubilarse practicando todavía hoy la técnica heredada del bisabuelo.
- Santa Coloma, fin del trayecto
La carrera vital del anticuario Ignacio Martínez acaba en la casa de Santa Coloma, localidad en la que comenzó a veranear la familia por recomendación de Serafina, la viuda de su fallecido hermano Fernando.

La casa-castelluelo de Santa Coloma tenía varias plantas y una muy especial para los nietos: una buhardilla repleta de libros, librerías y baúles. Entre los volúmenes se encontraban diccionarios, novelas y, cómo no, catálogos de arte y publicaciones sobre el románico.
En el exterior de esta casa había una fuente, una glorieta y un jardín lleno de rosas y árboles. Quizá el anticuario Martínez tuvo la voluntad de recrear en Santa Coloma el entorno en el que había sido feliz en Ciudad Lineal.
La casa comenzó siendo lugar de veraneo y se convirtió en residencia definitiva. Sin embargo, los Martínez mantuvieron su actividad profesional en el taller de Santo Domingo del Call, un espacio reducido en uno de cuyos estantes se guardaban libros y revistas de arte.
Ignacio y su hijo Federico trabajaban en la restauración de arquetas, mesas, camas antiguas o cruces. Y también en tareas de mayor envergadura para cumplir encargos como la restauración de un artesonado para la Universidad de Alcalá de Henares. Aquellos trabajos les permitieron ganarse rápidamente una reputación en la Barcelona de la época.
Es decir, que los Martínez superaron con éxito el trance de la guerra. Lo demuestran las cartas sobre consultas y encargos que obran en poder de la familia, documentos remitidos al pequeño taller del Barrio Gótico desde instituciones como el Patronato del Alcázar de Segovia, Patrimonio Nacional o la Fábrica de Artillería de Sevilla.

El anticuario Martínez cambió a una forma de vida más modesta, pero con la misma energía y el fuerte carácter que siempre lo acompañaron. Tras huir de Madrid y ser torturado en una cárcel de Barcelona, Ignacio rehízo su vida. Sin embargo, la guerra le arrebató su tesoro más preciado: el claustro románico de Ciudad Lineal.
La operación de venta del claustro tendrá que esperar al fallecimiento del anticuario, propietario legítimo al que impidieron acceder a la finca de Ciudad Lineal. Después de que Ignacio no pudiera volver a ver su gran obra, seguro que no llegaría a imaginar que las arcadas románicas viajarían a Mas del Vent para estar cerca de su creador. Puro destino.
Hoy, la familia Martínez nos pide que recordemos a Ignacio, a su padre Fernando, a su hermano Jerónimo y a su hijo Federico como reconocidos anticuarios y restauradores de la España de la época. Motivos hay para ello.