
Las reliquias de los mártires, tan importantes en la Alta Edad Media, pasan a competir en protagonismo con Cristo o la Virgen en la escultura de las portadas románicas
En la Alta Edad Media, la creación de monasterios fue ligada al depósito en el lugar más sagrado de las reliquias de los santos. Restos de huesos, cabello, extremidades… cualquier elemento era indispensable para poder atraer la visita de los peregrinos, obtener sus donativos y garantizar la vida en la comunidad. Del magnetismo de las reliquias habla la escritora Nuria Esponella en «Tras los muros», una novela que ayuda a entender la vida monacal de hace tantos siglos y la necesidad de ser visitados por los fieles, un trabajo que recrea la actividad del monasterio de San Pedro de Rodas (Gerona).
Sin embargo, aunque los santos habían ejercido un papel secundario en los primeros siglos de la Edad Media frente a la omnipotencia de Cristo, la Virgen y los apóstoles, un cambio fundamental llegará en el siglo XII. Los santos, sus reliquias, se convierten en piedra en la escultura de los templos. Hasta la fecha, dichas imágenes solo habían servido para «señalar la protección que los titulares de los edificios ejercían, no solo sobre su santuario sino, por extensión, sobre todo aquel que se acercase a sus umbrales», advierte la profesora Marta Poza Yagüe en su libro «Portadas románicas de Castilla y León».

A partir de entonces, dichos iconos pasan a ejercer dos papeles: uno publicitario, para atraer a un mayor número de fieles, y otro ejemplarizante, puesto que los santos se convierten en modelo de conducta humana al ser hombres y mujeres corrientes que han subido a los altares por su forma de actuar.
El auge de los santos, de los mártires, se convierte en algo imparable ya. Al punto que llegan a disputar un espacio crucial en el templo: los «preferidos» en muchos casos ya no son Cristo, la Virgen o los apóstoles, sino que los santos pasan a gobernar el tímpano de las portadas.
Es decir, que las reliquias se han «petrificado» y ahora los fieles pueden verlos en lugares de privilegio. Y no solo los «clientes» habituales de los templos, sino también todo aquel que quiera acercarse a observarlos.