
La primera escultura de un Crucificado en los reinos hispanos es una obra maestra fabricada en marfil -testimonio de la falsa austeridad del arte románico- que hoy se conserva el Museo Arqueológico Nacional
Hasta el presente, amasado por la falta de rigor durante siglos, ha llegado el tópico del románico como un arte austero. Ya, por lo pronto, la policromía de las portadas y la viva tonalidad de las pinturas murales de muchos templos contradice esa pretendida sobriedad. Si a eso sumamos que el arte románico tuvo una clara producción de objetos de lujo como los esmaltes, los textiles o incluso los marfiles. Sí, el marfil tiene un claro pasado hispano-musulmán que pudo ser el precedente incluso de los finos capiteles románicos, pero que seguro fue heredado en los talleres situados en los entornos de San Millán de la Cogolla y San Isidoro de León.
La materia era tan escasa como el número de familias que se dedicaban a la eboraria, que transmitían su saber como un testigo precioso, de generación en en generación
El marfil alcanzó cotas de espectacularidad increíbles, resultados que hoy nadie puede dejar de admirar. Sobre la propia materia prima, a nadie puede sorprender que la cotización del marfil —obtenido de restos de animales prehistóricos conservados en la fría Siberia— pudiera igualarse al del oro en la Edad Media. Y no solo eso. Si la materia prima era rara, tanto o más los artesanos y talleres que, como un secreto familiar, fueron legando una especialidad única: la eboraria.Para comprender su evolución en la península es necesario —como en casi todo recorrido histórico— viajar al pasado, a la Edad Media. Una época que en la península se desarrolló con una clara marca que dividía en dos el territorio: el norte y el sur, cristianos y musulmanes. Para los seguidores de Alá, las artes suntuarias siempre fueron extremadamente importantes. Y precisamente fue en Medina Azahara, la ciudad del califato de Córdoba, donde tuvo lugar lo mejor de la producción eboraria en el siglo X.

Aunque seguramente la fabricación fue mayor, hoy tenemos la suerte de conservar algunas piezas de la época verdaderamente hipnotizadoras, en particular, los botes cilíndricos o píxides y las arquetas de marfil, cuyos autores decoraban con animales y especiales formas geométricas denominadas atauriques o arabescos. Entre las más bellas piezas califales se encuentra la arqueta de Leyre (una de las últimas piezas, realizada en 1005), así como el Bote de Zamora (964, que hoy se conserva en el Museo Arqueológico Nacional), o los botes que se guardan en el museo Victoria & Albert de Londres y en el edificio de la Hispanic Society of America, en Nueva York. El parisino Museo Louvretampoco podía faltar a la cita con su célebre píxide de Almougira (968).
Expertos indican que el trabajo realizado en los talleres musulmanes, en un material tan complejo como el marfil, sirvió de base para la decoración de capiteles en los templos
El trabajo desarrollado en la Córdoba califal fue tan delicado y exquisito, que, a juicio de algunos expertos, su producción fue «un precedente esencial de la escultura románica». Así, el trabajo en marfil —mucho más complejo, por el limitado tamaño de la narración, que los capiteles románicos— quizá fue un «eslabón» en el surgimiento del arte europeo. Así lo afirmaba a principios del siglo XX el historiador José Ferrandis, tal y como recoge Noemí Álvarez da Silva en su tesis «El trabajo del marfil en la España del siglo XI».

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Con el declive del califato cordobés, el taller de Medina Azarara se traslada a Cuenca, donde, a pesar de crear un sello propio, la carestía del marfil hace que baje la calidad del resultado final. El norte del país tomó el testigo en el siglo XI, una etapa en la que el marfil cristiano salió de los centros de producción del entorno de San Millán de la Cogolla y San Isidoro de León. Del hoy monasterio riojano cabe rescatar como obra destacada una cruz que en la actualidad se reparten los museos del Louvre y el Arqueológico Nacional.

El MAN tiene hoy el honor de conservar en una de sus salas la primera representación escultórica de un Crucificado en los reinos cristianos y una de las obras maestras del románico. Se trata del crucifijo de marfil que don Fernando y doña Sancha entregaron a la Colegiata de San Isidoro en el año 1063 (fue confeccionada entre 1050 y 1060). La pieza está llena de sorpresas, pues se trata de una cruz relicario que alberga en la espalda de Cristo un pequeño receptáculo para contener una reliquia del lignum crucis. Además, la decoración está trabajada también en el reverso y la pieza estaba pensada también para ser llevada en procesión. En la parte inferior del reverso figuran las identidades de los donantes. Ferdinandus y Sancia.
En cuanto a la composición, está llena de referencias bíblicas. El Jesucristo redentor está representado por el Adánque figura a los pies del Crucificado, mientras que sobre la cabeza aparece Jesús resucitado. Hay igualmente, una referencia al Juicio Final con los muertos saliendo de sus tumbas y los condenados cayendo. Pero, sin duda, la gran genialidad se halla en la representación de Cristo: frontal, hierático, divino, triunfador ante la muerte. La expresividad de este románico pretendidamente austero quedó inmortalizada en la obra: al artista se le ocurrió incrustar dos azabaches en las cuencas del crucificado. Con esta genialidad consiguió que su mirada —penetrante donde las haya— trascienda el paso del tiempo. Es también la propia mirada suntuosa de la mal concebida austeridad románica.
Código románico
