The Cloisters exhibe en Nueva York el ábside de la iglesia segoviana, trasladada en los años cincuenta en un ridículo intercambio de Estados Unidos con España, que aceptó varias pinturas de San Baudelio como pago

En 1925 el Metropolitan de Nueva York dio los primeros pasos para crear una especie de sucursal de arte medieval, un monasterio inventado en el que insertar claustros, capillas y esculturas románicas para dejar boquiabierto al visitante, en un país de tan reciente fundación que ignoraba dónde estaba en la Edad Media. El complejo, de estilo neolombardo, fue casando sus piezas para abrir sus puertas a finales de los años treinta. Pero faltaba un elemento capital: una iglesia en la que rezar. Hoy The Cloisters organizan una exposición sobre el pasado del arte hispano.
Desde el primer momento, los regidores del Museo pusieron sus ojos en el ábside de una pequeña iglesia situada en el cerro de un pueblo segoviano, perdido en la llanura castellana. El templo, en ruinas, había sido destinado a un descarnado cementerio. Y pasadas las guerras civil y mundial, en los años cincuenta, Estados Unidos se valió de la buena sintonía con el Gobierno Español para intercambiar el ábside —una obra impecable, pese al maltrecho estado de salud del edificio— por algo que a nuestro país le interesara. La ofensa no estuvo en la oferta, que fue ridícula: pinturas de San Baudelio, un Greco, la reja de la Catedral de Valladolid o platos de la colección Hearst. No es por nada, pero casi todo había sido español, malvendido a principios de siglo. El oprobio estuvo en aceptar el canje a cambio de las pinturas sorianas que hoy lucen en El Prado, y que nunca debieron de salir de las fronteras españolas.
La operación de desmontaje se hizo en condiciones durísimas: un invierno gélido, falta de alojamiento e incluso amenazas a través de ondas clandestinas
Así fue cómo un grupo de arquitectos americanos se coordinaron con el dispositivo español, dirigido por Alejandro Ferrant y Carmen Gómez-Moreno, para desmontar, empaquetar y trasladar en barco a Nueva York las más de 3.000 piedras de Fuentidueña. El trabajo, ejemplar, se hizo en el invierno de 1957, cuando el intenso frío hacía muy difícil una empresa, que se llevó a cabo en condiciones durísimas: no había alojamiento para los operarios, que recibieron incluso amenazas por el desmontaje en una radio clandestina, y ni siquiera se utilizaron medios mecánicos. Una polea sería toda la tecnología empleada… incluso para aupar a la cubierta a Carmen Gómez-Moreno, incapaz de trepar por el andamiaje.

El equipo de trabajo realizó una labor ejemplar de documentación, numerando cada piedra, fotografiando y filmando cada detalle, antes del desmontaje. Cuando las 284 toneladas de material se habían embalado, los trabajadores eran ya parte de la familia de Fuentidueña, que celebraron con una fiesta el fin de las tareas. Una vez en The Cloisters, los americanos utilizaron la última tecnología para colocar el ábside rematando el edificio de Fort Tryon Park, junto al río Hudson. El museo colocó una gran nave junto al muro segoviano, desnaturalizando su esencia. E incluso ilustraron la bóveda con una pintura románica extraída de Cataluña para ofrecer una idea aproximada de cómo eran las iglesias españolas, una pintura que nunca estuvo en Fuentidueña.

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Hoy miles de visitantes conocen cada año el ábside de una iglesia en ruinas, añorado por sus vecinos. Pero, ¿qué se ha hecho en la localidad natal del elemento arquitectónico? Aquí la ruina continúa encerrando el viejo cementerio, apenas algunos curiosos suben al cerro de Fuentidueña para recordar el ridículo intercambio y disfrutar con las tremendas vistas del páramo segoviano.