
¿Saquearon los anticuarios los bienes artísticos de las diócesis o contribuyeron involuntariamente a su conservación a través de colecciones particulares y museos?
Mucho se puede discutir sobre la aportación de los anticuarios y comerciantes a la conservación del arte: ¿Despojaron templos y otros edificios de sus bienes más valiosos o, de forma involuntaria, contribuyeron a la conservación de esculturas, pinturas o artesonados que estaban destinados a la ruina? Hoy nos acercamos al corazón de la venta de antigüedades a principios de siglo, cuando el mercado americano estaba en absoluto auge. La profesora de la Universidad de Valladolid María José Martínez Ruiz, una de las mayores especialistas en la actividad de los anticuarios y arte desplazado, rescata la trayectoria de dos pioneros del sector con nombre propio: los hermanos Ruiz.

«Hacia 1920 las calles, avenidas y callejuelas del entorno de Las Cortes, Banco de España, y Museo del Prado, en el viejo Madrid, eran un hervidero de galeristas, anticuarios y coleccionistas», explica la profesora en un artículo monográfico sobre los Ruiz (Revista Berceo). En efecto, la divulgación de los muchos bienes artísticos de todo tipo que existían en el país crearon un «efecto llamada» en los clientes americanos, ávidos de capturar un arte del que carecían. Solo Barcelona pudo hacerle la competencia a la capital del país en cierto modo: en la Ciudad Condal existía una mayor especialización en arte medieval.
Pero regresemos a Madrid, donde se popularizaron los nombres como el de Juan Lafora o Apolinar Sánchez Villalba, que tenían clientela segura en coleccionista de la fama de José Lázaro Galdiano o el célebre conde de las Almenas. Martínez Ruiz destaca en este contexto el papel de Raimundo y Luis Ruiz en el apasionando mundo de las antigüedades, con la mirada puesta más allá de la Atlántico. «Coleccionistas al tiempo que anticuarios y marchantes; los dos hermanos se asentaban en esta zona privilegiada de Madrid: Luis Ruiz en la esquina de la Carrera de San Jerónimo con la calle Santa Catalina, frente a las Cortes y, no lejos de allí, se hallaba su hermano, Raimundo Ruiz, en la calle Barquillo número 8, al otro lado de la Gran Vía», describe la especialista. Desde allí ejercieron de «centro de operaciones» y supieron abrir mercado en las salas de subastas de Estados Unidos, donde existía una enorme demanda, solo atemperada a finales de los años veinte con el crack económico del país norteamericano.

Los Ruiz crearon su propia marca en el nuevo continente, heredando el buen nombre del pionero de la familia: Pedro Ruiz. Entre los hermanos existieron diferencias y cierta especialización. Raimundo manejó extraordinarias piezas y contribuyó con su actividad a nutrir muestras nacionales y exposiciones de ámbito internacional, con un marcado gusto por la pintura flamenca. Por su parte, su hermano Luis se dedicó al negocio de las piezas de decoración interior, dentro de lo que podía denominarse el «estilo español».
La familia de anticuarios intervenía en el proceso completo de manejo de las antigüedades, desde la compra de los bienes en las iglesias de las diferentes diócesis del país, a la venta local en el mercado de Madrid y, por supuesto, la exportación a las salas de subastas. Apasionante historia la de los Ruiz, que puedes leer íntegra en el artículo de la profesora Martínez Ruiz.